Mirar, admirar
hojas verdes, hojas nacientes
entre la luz solar.
Matsuo Bashō
Junto al florero,
¿también la mariposa
oye Lo Inmenso?
Kobayashi Issa
En cada cultura podemos encontrar
infinidad de conceptos que no sólo se vuelven complejos de ser aprehendidos y traducidos por otras culturas (como
si a cada pueblo le hubiera tocado develar una faceta única en el prisma del
misterio humano) sino que es difícil
comunicarlos también en la propia lengua que les dio nombre pero que los
protegió a su vez, de los peligros del reduccionismo y la intelectualización.
El pueblo japonés tuvo en suerte la posibilidad
de acuñar un maravilloso concepto que pareciera resguardar en sí la medicina
que nos devuelva la capacidad para degustar el mundo palmo a palmo, a nuestro
propio ritmo, desde una conciencia anclada en lo efímero y en la eternidad. Se
trata de wabi-sabi, una expresión con sus raíces ocultas en los entresijos de
la ceremonia del té, el antirracionalismo del budismo zen o la impronta
evanescente del haiku.
Wabi-sabi es a la vez un paradigma
estético y un modo de sentir y experimentar la vida y sus fenómenos
estableciendo una relación personal y profunda con aquello que sale al
encuentro de nuestros sentidos, percepciones y emociones.
Mucho dista esta forma de ser y de
estar respecto a la globalizada cultura de la novedad que nos sujeta y agita
mucho más de lo que quisiéramos admitir. A través de un constante estado de
fascinación que nunca llega a madurar en asombro, nuestra mirada contemporánea salta
de estímulo en estímulo perdiendo su propia capacidad de descubrimiento, de
tornarse mirada activa, artesana, creadora. Todo gira en torno a una renovada
promesa de satisfacción que llega siempre desde el otro lado de nuestros
deseos. Y así, con los sentidos apelotonados de estímulos y el alma anhelante,
hemos ido perdiendo la capacidad del “gusto” propio.
Nuestras papilas gustativas anímicas se encuentran severamente intoxicadas y
para poder experimentarnos en el mundo, incluso para poder percibirnos, nos
vemos en la necesidad de incrementar las dosis diarias de estímulos e
información, provocando que hoy, más que nunca, conocer sea sinónimo de
acumular, de atragantarse de inmediatez. No hay tiempo para digerir y procesar
ya que lo mejor está siempre por delante y lo que capturamos hace un instante
ya se nos escurre como arena entre los dedos.
En contraposición, el wabi-sabi es una delicada
y profunda captación estética y espiritual de los fenómenos más humildes e
imperceptibles, pero que precisamente se han vaciado de referencias para que
podamos habitar sus misterios con nuestro propio misterio erguido.
El concepto de wabi-sabi no se puede
enseñar, no se puede comunicar, su unidad excede la suma conceptual de sus
partes.
Wabi deriva de la raíz wa, que se
refiere a la armonía, la tranquilidad y el equilibrio, aunque antiguamente, en
términos generales, significaba
tristeza, desolación y soledad. Pero a través de un proceso poético ha
llegado a significar simpleza, humildad,
armonía con la naturaleza. Unido profundamente a la filosofía del budismo
zen, en wabi se encarna la imagen del monje peregrino, que nada espera y se
contenta con su túnica desgarrada por el viento, su viejo cuenco de limosna y
la simpleza de su ermita.
Y sabi, en sí mismo significa "la
flor de tiempo". Connota progresión, el deslustre natural, la
herrumbre que ha apagado lo que alguna vez brilló. Como también la
comprensión de que la belleza es efímera.
El poeta y catedrático peruano Alfonso
Cisneros Cox, quien se dedicó arduamente a estudiar la poesía haiku y la
cultura japonesa, asegura que el término sabi está impregnado por la sencillez
y la austeridad, de un gesto de aislamiento que actúa como una forma de
depuración para poder observar con más profundidad aquello que nos rodea.
El significado de esta palabra también
ha ido evolucionando con el tiempo. En el siglo XIII, sabi se
transformó en el placer que se experimenta al observar las cosas que han sido
transformadas por el paso del tiempo y el obrar de la naturaleza y el ser
humano.
Del encuentro de ambas concepciones
surge un estado suavemente excepcional en el que, al contemplar determinadas formas
e imágenes, experimentamos un goce estético ante la aceptación de la
transitoriedad y la belleza de lo imperfecto, lo impermanente y lo
incompleto.
Desde este sentir, los japoneses han
encontrado toda una categoría de belleza que envuelve a los objetos envejecidos,
desgastados e irregulares que sobresalen con modestia y austeridad, que al
contemplarlos entran en diálogo con nuestra intimidad, que no nos desbordan sino que nos permiten ingresar en “su sabor”
muy suavemente. No es una belleza obvia, sino cubierta de variadas veladuras.
Pero por sobre todo, una belleza imperfecta en la que podemos reconocernos, hermanarnos, o
bien, como afirma Donald Keene, especialista en cultura japonesa: “una belleza
inmune a las mudanzas del gusto”.
El desarrollo de la estética wabi-sabi
comenzó como tal durante el período Kamakura (1185-1333), coincidiendo con la
difusión de las nuevas escuelas del budismo, en particular, la escuela Zen. Desde
entonces se ha derramado en variadas artes, como la arquitectura, la poesía, la
decoración, la jardineria y la pintura, pero también en experiencias y rituales de la vida cotidiana.
Así, los objetos y obras “tocados”
por wabi-sabi guardan una memoria viva,
registran el paso desgastante de los elementos de la naturaleza, se agrietan,
se oxidan, se deslustran, se cubren de pátinas provenientes del uso y la
intemperie, pero por sobre todo, nunca serán piezas atesoradas en museos o
vitrinas, sino elementos unidos fuertemente a los quehaceres del diario vivir,
y de esta manera, podrán ser redescubiertos por el contacto una y
otra vez.
Según el arquitecto, diseñador y
filósofo norteamericano Leonard Koren, el
wabi-sabi percibe una “grandeza” perceptible y despojada que representa
exactamente lo opuesto a los ideales occidentales de gran belleza como algo
monumental, espectacular y duradero, sino refugiada en lo intrascendente,
velada por lo provisional y lo efímero, develada por la poética del asombro.
Esa gracia se nos revela en aquello que
creíamos conocer en todas sus posibilidades, más ahora se despierta una
opacidad, una textura, una grieta capaz de re-significar todo el conjunto y
abrazarlo desde nuestra propia precariedad potente.
Nosotros también nos surcamos de
tiempo; nuestras manos, nuestro rostro, cabellos y hasta el brillo de la mirada
van adquiriendo huellas y transformaciones que son el reflejo plástico de las vivencias del alma y el devenir. Sólo que no
las vemos llegar, así como no vemos surgir el moho en una vieja madera o la
herrumbre de un viejo utensilio, sino que de repente parecen estallar y nos
interpelan con el mismo guiño de las manchas estelares en la noche profunda.
Esa belleza sin parámetros, no
impositiva, ese estallido inesperado puede salirnos al encuentro donde y cuando
menos lo imaginamos.
El mundo todavía está lleno de gestos
que se rehúsan a ser encorsetados desde una mirada incapaz de “ver descubriendo”,
“ver creando”. La reconquista de estas capacidades está inevitablemente ligada
a la posibilidad de la libertad, pues al entregar la mirada y resignar el
asombro nos volvemos espectadores esclavos de la apatía.
El sentimiento de arrobo ante la
realidad sensible es parte inseparable de la condición humana y de allí nacen
nuestras capacidades poéticas y también nuestras capacidades de resistencia,
pues en la comprensión cabal de los múltiples sustratos que la componen recibimos
inspiración para continuar adentrándonos en la aventura del autodescubrimiento,
de una propia pedagogía para penetrar en la naturaleza y en lo humano.
Donde todo está dicho o allí donde otro nos impone la palabra o el silencio en los labios, sólo ahí podemos decir que hemos
dejado de ser, de raíz.
Nacimos de y para pronunciar el asombro.
Luis Eduardo Martínez
Fuentes:
-Paula Fernández González, Alex González Coronado, Wabi-sabi.
http://pensamientojapones.tumblr.com/
-Leonard Koren, Wabi-sabi para
Artistas, Diseñadores, Poetas y Filósofo. Hipòtesi-Renart Ediciones, Barcelona.
-Haiku, Colección Poesía Mayor,
Editorial Leviatán. Buenos Aires.